Era el año de 1992. La cámara de un documentalista recorría las calles de San Petesburgo. Un hombre en un coche era la figura principal de ese documental que pretendía mostrar el cambio gestado en la Unión Soviética, en ese año nuevamente Rusia, pero sin los zares. La figura principal, Vladimir Putin, hablaba con precisión de los problemas surgidos al convertir las grandes empresas de defensa de la era soviética en entidades civiles de producción a fin de mantenerlas con vida. “Debemos traer a socios occidentales e integrar las plantas a la economía global”, opinaba el joven funcionario municipal que hablaba del daño que causó el comunismo. Para Putin, “la clase emprendedora debería convertirse en la base del florecimiento de nuestra sociedad en su conjunto”.
El creador de ese documental fue Ígor Shadjan, un judío que sigue horrorizándose con el recuerdo de los comentarios antisemitas de la época soviética y que quería demostrar que la gente del KGB también era progresista. Putin escogió bien. “Un crítico me comentó en una ocasión que yo siempre humanizo a las personas con las que trabajo, sean quienes sean —recuerda Shadjan—. Y a él lo humanicé… Me parecía una persona que llevaría el país adelante, que realmente podría hacer algo. La verdad es que a mí me captó”.
En ese documental Putin —que es con el que la autora inicia su libro de casi mil páginas— ofrecería distintas versiones sobre el momento y las circunstancias de su renuncia como funcionario del KGB. Pero según un alto mando de la agencia, ninguna de ellas es fidedigna. La base con la que lo “humanizó” Shadjan estaba construida con mentiras.
Vladímir Putin perteneció al servicio de espionaje del KGB, en concreto como agente en Dresde, por entonces parte de Alemania Oriental. Tras la caída del Muro de Berlín empezaría su carrera política en Leningrado y se consolidaría en Moscú con un puesto en la administración del presidente Borís Yeltsin en 1996. Dos años más tarde, sería nombrado director del organismo heredero de la KGB, el Servicio Federal de Seguridad.
La investigación de Catherine Belton muestra al Putin formado en el KGB y cómo él y sus colaboradores de confianza alcanzaron el poder. Entre otras cosas, la autora demuestra las maneras en que Putin conquistó empresas privadas para más tarde repartirlas entre sus aliados y asegurarse su control.
En el libro se habla de Serguéi Pugachev, que “pertenecía al círculo del Kremlin y maniobraba sin fin entre bastidores para llevar a Vladímir Putin al poder”. Todo un maestro de la manipulación que parecía ser intocable tras haber “creado y retorcido las reglas según sus intereses”, subvirtiendo los cuerpos policiales, los tribunales de justicia y hasta las elecciones, pero al que se le torcieron sus negocios millonarios al enfrentarse a los llamados “hombres de Putin”. Lo perturbador es que la maquinaria del Kremlin era implacable tanto con los enemigos políticos como los que en el pasado eran aliados de Putin. El mismo presidente estaba detrás de la expropiación del imperio de ese empresario, que no entendía semejante deslealtad después de haberlo ayudado a acceder a la presidencia.
El libro es la explicación de cómo el séquito de Putin en el KGB llegó al escalafón más alto de la política para enriquecerse con el nuevo capitalismo y cómo Putin y sus compinches intentarían “socavar y corromper las instituciones y las democracias de Occidente”, con un Kremlin dispuesto a vengarse de Occidente.