Todo comenzó con un tuit.
Como surgió en medio de un ataque colectivo meticulosamente orquestado e impecablemente ejecutado, probablemente no habría reparado en él de no haber sido publicado por una cierta persona de interés.
“Qué revelador resulta que la persona que compartió con entusiasmo en el artículo más TERF (SIC) de 2019, en 2020 también le gustase la repulsiva entrada del blog propio plagada de mentiras escrita por algún tío… eso nos ayuda oportunamente a separar lo bueno de lo malo”, rezaba el críptico tuit.
¿Quién era blanco de aquellas acusaciones? ¿Qué demonios significaba TERF? ¿Era un acrónimo? ¿Un neologismo deliberadamente escrito en mayúsculas para subrayar algo? ¿Qué relación guardaba con el ataque y, lo que era más importante, qué tenía que ver con ser bueno o malo?
Yo no tenía ni la más remota idea. Al final decidí dejarlo porque tenía otros asuntos más acuciantes de los que ocuparme. Al fin y al cabo, estaba en proceso de ser “cancelado”.
Me había olvidado del enigmático significante TERF hasta el 16 de julio de 2020, cuando una historiadora publicó un largo hilo sobre el tema, revelándose como la persona aludida en el misterioso tuit que había circulado 26 días antes.
Al parecer, no era ella quien había hecho circular “El artículo más TERF 2019”, aunque no era eso lo que había traído la ira de las furias. También había cometido el imperdonable pecado de dar “me gusta” a un tuit de dos amigas mías –autoproclamadas dinosaurios feministas”–, que se enfrentaban desafiantes a la enfurecida turba, declarando: “Valoramos la solidaridad, la verdad, la justicia y la integridad; no hallamos nada inspirador en las mentiras ni en el deseo de venganza. El feminismo es una cuestión de justicia, no consiste en destruir a la gente”. Irónicamente, ellos tampoco sabían lo que significaba TERF.
Tuve que averiguarlo. Eso era mi conejo blanco con un reloj de bolsillo en el chaleco y, al igual que Alicia, yo ardía de curiosidad.
EN LA MADRIGUERA DEL CONEJO
El caso es que lo busqué en Google. TERF es el acrónimo en inglés de “Feminista Radical Transexcluyente”, atribuido retrospectivamente a una serie de entradas de blog de la escritora y bloguera australiana Viv Smyte en 2008.
El término se empleaba en tono despectivo, a menudo como una calumnia, para referirse a las feministas que defienden ideas “críticas con el género”, incluida la creencia de que el sexo biológico es binario, inmutable, irrelevante y no debería confundirse con el concepto sociológico de género, una concepción que los activistas por los derechos trans consideran “tránsfoba”.
Ya sabía qué significaba TERF, pero seguía sin tener ni la menor idea de que la historiadora a quien le gustaba el tuit de mis amigas era calificada de TERF. Aunque yo no había llegado a conocerla, como un ávido seguidor de su popular cuenta de Twitter era consciente de que se describía a sí misma como feminista. ¿Excluye su feminismo los derechos de las personas transgénero y no binarias? ¿Era tránsfoba? Sí lo era, ¿por qué yo no lo había notado antes? En cualquier caso, ¿qué relación guardaba eso conmigo y con la campaña de cancelación que se estaba apagando tan abruptamente como había comenzado?
Sólo había una manera de averiguarlo. Me introduje de un salto en la madriguera del conejo. Y descubrí un mundo paralelo –una realidad alternativa, si se quiere– tan surrealista como el País de las Maravillas de Alicia. La verdad es que jamás había dejado de seguir los debates de mi interés, sobre todo en las áreas de políticas de la identidad y nacionalismo.
Ahora bien como izquierdista orgulloso, nunca me había ocurrido mirar alrededor de mi propia madriguera de conejo. Ahora que estaba dentro, podía asimismo investigar un poco. Empecé a leer. Y a escuchar. Y a aprender. Cuanto más podía aprender, más absorto me sentía. Había veces en las que deseaba, como Alicia, “no haber bajado por mi madriguera del conejo; y, sin embargo…”, aquello era bastante revelador.
WOKE
TERF resultó ser sólo la punta de un gigantesco iceberg que se había desprendido de la izquierda tradicional –la izquierda igualitaria y universalista con la que yo estaba comprometido– y había hallado un nuevo nombre: woke (despierto). Como la forma intransitiva del verbo wake (despertar), el término adoptó un nuevo significado a finales de la década de 2000, gracias a la exitosa canción de Erykah Badu “Máster Teacher”, con el estribillo “I stay woke” (me mantengo despierta). Y llegó a asociarse íntimamente al movimiento Black Lives Matter (Las vidas negras importan), que se haría vivo a raíz de la muerte a tiros de Michael Brown en Ferguson, Misuri, en 2014.
Esto llevó al Oxford English Dictionary a ampliar su definición de woke en 2017 como un adjetivo puntualizado en el sentido figurado de alerta ante la discriminación y la injusticia racial o social; frecuentemente en (la construcción) stay woke mantente despierto) a menudo empleada como una exhortación.
Una vez ahí fuera, en el mercado de las expresiones idiomáticas, lo woke no tardó mucho en ser secuestrado por la derecha, que lo adoptó como un sustituto de su ogro predilecto, la “corrección política”, y lo desplegó como un término genérico que describía un conjunto de creencias ideológicas (a su juicio cuasi religiosas) y a sus seguidores de culto, empeñados en destruir todos los valores apreciados por el corazón y la mente de los conservadores.
El pánico moral derechista en torno a lo woke era alimentado tanto por políticos como por personalidades mediáticas prominentes, incluido el “provocador en jefe” Donald Trump, que lo convirtió en un tema clave de la Convención Nacional Republicana de 2020. “Estas elecciones decidirán si vamos a defender la forma de vida americana o si vamos a permitir que un movimiento radical la desmantele y la destruya por completo –dijo el 45° presidente de Estados Unidos–. Según la concepción retrógrada de la izquierda, ellos no ven América como la nación más libre, justa y excepcional de la Tierra. En vez de ello, ven una nación malvada que debe ser castigada por sus pecados”.
Ahora bien, salvo el término woke, y sus diversos derivados (wokeness, wokedom, wokeism, entre otros miles), todo este territorio resultaba familiar. Si antaño fueron los commies (los comunistas), hoy son los wokies. Y sin embargo, aquellos que intentaban “cancelarme” no eran títeres derechistas; eran (supuestamente) activistas de izquierdas, con todas las credenciales apropiadas, feministas defensores de los derechos trans, autoproclamados portavoces de las minorías marginadas. En otras palabras, estaban de mi lado. O eso pensaba yo. ¿Se me estaba escapando algo?
CANCELADO
Sentí la confusión de Alicia. Me habían ocurrido tantas cosas extraordinarias ultimamente, que “empezaba a pensar que muy pocas eran realmente imposibles”. Yo no era perfecto y había cometido algunos errores; sin embargo, no acertaba a comprender que ese súbito estallido viniera nada menos que de mis antiguos camaradas. Para llegar a entender todo aquello, tuve que cavar más profundo, familiarizarme con otras peculiaridades de la madriguera del conejo, antes que nada con los conceptos de cancelar y cultura de la cancelación.
Este libro está dividido en cinco partes: un brusco despertar, políticas de la identidad de la derecha, políticas de la identidad de la izquierda, la izquierda se encuentra con la derecha y hacia una nueva izquierda progresista. En los párrafos anteriores (parte del prólogo) iniciamos el camino para “un brusco despertar”.