Alan Burdick realizó un examen vívido y profundamente conmovedor de nuestra relación con el tiempo. Con una narrativa sencilla expone un tema que ha sido abordado desde diferentes perspectivas y en todos los tiempos. Divide su trabajo en cinco capítulos: Hacia adelante, Las horas, Los días, El presente y Por qué el tiempo vuela.
Los capítulos dos, tres y cuatro son una extensa meditación sobre, en orden ascendente, la memoria, el tiempo, la eternidad y la creación. El primer capítulo es el ancla a la que se sujeta el lector para no separarse del libro y encontrar la respuesta a la pregunta que dio nombre a la obra de Burduik:
“Algunas noches, últimamente más de las que quisiera, me despierto con el sonido del reloj que tengo junto a la cama. La habitación está oscura, sin detalles, y en la oscuridad el cuarto se expande de tal manera que tengo la sensación de estar al aire libre, bajo un vacío cielo infinito, aunque al mismo tiempo bajo tierra, en una enorme caverna. Podría estar cayendo por el espacio. Podría estar soñando. Podría estar muerto. Solo se mueve el reloj, con su tictac constante, pausado, implacable. En esos momentos comprendo con la claridad más espeluznante que el tiempo se mueve en una sola dirección.
“Al principio, o justo antes del principio, no existía el tiempo. Según los cosmólogos, el universo comenzó hace casi catorce mil millones de años con una gran explosión o Big Bang y, en un instante, se expandió hasta algo más próximo a su tamaño actual, y continúa expandiéndose a una velocidad superior a la de la luz. Antes de todo eso, sin embargo, no había nada: ni masa, ni materia, ni energía, ni gravedad, ni movimiento, ni cambio. No había tiempo…”.
La narrativa de Burduik continua: “Cada vez que hablamos de él, lo hacemos en términos de algo menor. Encontramos o perdemos tiempo como un juego de llaves, lo ahorramos y lo gastamos como el dinero. El tiempo pasa, se desliza, vuela, se escapa, fluye y se detiene; es abundante o escaso; pesa sobre nosotros de manera palpable. Las campanas suenan durante un tiempo ‘largo’ o ‘corto’, como si su sonido pudiera medirse con una regla. La infancia se aleja, los plazos se acercan. Los filósofos contemporáneos George Lakoff y Mark Johnson han propuesto un experimento mental: por un momento, intenta abordar el tiempo estrictamente en sus propios términos, despojado de toda metáfora. Quedarás con las manos vacías. ‘¿Seguiría el tiempo siendo todavía tiempo para nosotros si no pudiéramos perderlo o administrarlo?’ —se preguntan—. Creemos que no”. ¿Tú qué opinas?
Tal vez esta reflexión de autor te ayude a responder la pregunta: “Durante mucho tiempo, el tiempo era algo que yo hacía todo lo posible por evitar. Por ejemplo, durante buena parte de mi adultez temprana me negaba a llevar reloj. No estoy muy seguro de cómo aterricé en esa decisión. Recuerdo vagamente haber leído que Yoko Ono nunca lo lleva porque odia la idea de tener el tiempo atado a su muñeca con una correa. Aquello tenía sentido. Me parecía que el tiempo era un fenómeno externo, impuesto y opresivo y, por consiguiente, algo que podía decidir activamente eliminar de mi persona y dejar atrás…”.