El Artículo I, Sección 8 de la Constitución es claro: “El Congreso tendrá poder para regular el comercio con naciones extranjeras”.
Los padres fundadores buscaban evitar que un solo hombre decidiera el destino comercial de toda la nación. Sin embargo, la historia reciente muestra una delegación progresiva del Congreso hacia la Casa Blanca.
Tras la Gran Depresión, y con mayor intensidad después de la Segunda Guerra Mundial, el Congreso optó por ceder poder para facilitar la negociación de acuerdos comerciales en un mundo cada vez más interconectado. Así surgió en 1934 el Trade Agreements Act y, décadas más tarde, el Trade Promotion Authority (TPA), que introdujo el mecanismo de “fast track”, limitando el rol del Congreso a votar “sí o no”, sin derecho a enmendar.
A ese marco se añadió en 1977 la
International Emergency Economic Powers Act (IEEPA), que originalmente debía restringir los poderes presidenciales.
Solo debía aplicarse en casos de emergencia “inusual y extraordinaria”, frente a amenazas externas y exclusivamente en el ámbito financiero. Nada de aranceles.
Sin embargo, ha sido una de las herramientas favoritas de Trump para justificar medidas arancelarias agresivas.
No es la única. El presidente cuenta con varias bases legales para imponer restricciones:
Sección 301 del Trade Act de 1974: permite responder a prácticas comerciales desleales.
Sección 232 del Trade Expansion Act de 1962: permite actuar por razones de seguridad nacional.
Sección 201 del Trade Act de 1974: permite aplicar salvaguardas a industrias amenazadas.
Originalmente pensadas como excepcionales, estas herramientas se han normalizado en la práctica, especialmente bajo la lógica proteccionista de Trump. En su segundo periodo, ha vuelto a activarlas.
Varios estados y empresas llevaron al gobierno federal a los tribunales. Alegaron que imponer un arancel del 10% a todas las importaciones usando la IEEPA es un claro exceso del Ejecutivo y va en contra de la intención original del Congreso. El caso llegó al United States Court of International Trade (CIT), y la respuesta fue contundente: esa ley no autoriza cambios de política arancelaria general. Fue diseñada para situaciones puntuales, no para redibujar el mapa comercial del país.
El fallo dejó fuera de juego los aranceles generales y algunos ligados al combate al fentanilo. En cambio, las medidas basadas en la Sección 232 siguen firmes, al estar amparadas en argumentos de seguridad nacional. El gobierno apeló, y la Corte de Apelaciones suspendió temporalmente la anulación de los aranceles mientras revisa el caso.
Hay fechas, hay calendario, pero aún no hay un veredicto.
Todo apunta a que este conflicto terminará en la Corte Suprema. Pero lo que se discutirá ahí no será solo el alcance técnico de una ley vieja.
Lo que está en juego es más profundo: ¿hasta dónde puede llegar un presidente usando su “discrecionalidad” en nombre del interés nacional? La pelea será, sin duda, ideológica. En un país dividido, con visiones tan distintas sobre el papel del Estado y del comercio exterior, es difícil imaginar una resolución sin tensiones.
Lo interesante —y quizás lo esperanzador— es que
este conflicto muestra que aún existen contrapesos reales. Tal vez el Congreso no logre articular una respuesta clara. Tal vez la oposición política siga fragmentada. Pero
el sistema judicial, con todas sus imperfecciones, podría convertirse en uno de los pocos frenos efectivos al uso político y expansivo del comercio como arma de poder. No es poca cosa.